lunes, 1 de noviembre de 2010

LOS INVENTOS DEL TIO PANCHO



Por Susana Dillon


Robertino tenía un tío que inventaba cosas, ¿qué cosas?... Bueno: infinitos y variados mecanismos, de aplicaciones varias. Desde cocinas que guisaban de acuerdo al horóscopo chino, a radios que amasaban tallarines y lavarropas que lavaban al son del cha-cha-chá.
El tío de Robertino era un genio, pero en lugar de llamarse Albert u Otto, el tío éste se llamaba Pancho y era el más pancho de los tíos.
Aparte de sus gloriosos inventos, era un hombrecillo muy particular: olvidadizo, como todo sabio que se respete y muy risueño, como todo tío que se hace querer. Además, como el oculista le había recetado anteojos, él los llevaba al por mayor en los bolsillos, de modo que tenía anteojos para ver de lejos, anteojos para ver de cerca, anteojos para el sol, anteojos para la sombra, anteojos para días de lluvia, con limpiaparabrisas, anteojos para cuando estaba enojado y anteojos para mirar a las chicas. ¡Sí! porque le gustaba muchísimo mirar a las chicas y decirles:-¡Qué lindas son las chicas con la cara lavada!. Ahora que si se le presentaba una muy pintarrajeada, le decía sin más ni más: -No me gustan las payasas. Entonces se ponía los lentes de estar enojado, se sentaba en su sillita y se quedaba quieto hasta que se le pasaba y se ponía contento, que, vamos a hacer justicia, era como le gustaba estar más tiempo.
El tío Pancho caía de visita a casa de sus sobrinos, dos veces al año. Y se quedaba hasta que se le daba la gana. Siempre que los niños no lo hicieran renegar.
Para un 25 de mayo cayó el tío con dos extraños paquetes ¡Regalos para sus sobrinos, fiesta para todos!.

Cuando los dos niños lo vieron aparecer con los dos grandes paquetes y con su sombrero "rancho", porque usaba el rancho hasta en invierno, por más que se habían pasado de moda desde hacía sesenta años, además de su pesada valija verde, llena de extrañas herramientas, se pusieron a saltar de alegría. ¡ Vino tío Pancho!, gritaban los chicos. ¡Guauuuuuu! ladraba Picheta (vino tío Pancho), porque era tan especial este tío que alcanzaba para la perra también.
Picheta husmeó los paquetes y sssnif...sssniff: aquí nos vamos a divertir, vaticinó.
La mamá de los chicos, después de saludar cariñosamente a su hermano, le cebó tres mates, como rezaba el régimen del sabio. Los chicos andaban dando vueltas, a ver si al fin se producía la orden de abrir los fantásticos paquetes, pero el visitante se explayó en las peripecias del viaje al tiempo que acomodaba con toda parsimonia los anteojos en los cuatro bolsillos de la camisa. Por fin ordenó: Queridos sobrinos, abran las cajas: la azul para Robertino, la roja para Pepi, que así se llamaba la nena retacona y mimada. Picheta no sabía a quién ayudar.
Los dos infantes se tiraron al suelo y con saña se dieron a la tarea de romper hilos y sacar papeles. Más papeles e hilos encontraban, más frenéticos se ponían. La perra gruñía, husmeaba y ladraba. Corría de uno al otro paquete y pedía permiso para hacer pis a cada rato, de los nervios ¡era un lío!. Cuando cayó el último papel cada niño dijo ¡Oh! y la perra hizo grrrrrf..arf-arf, que en lenguaje perruno quiere decir: este asunto va a traer cola.
El tío al ver la cara de sus sobrinos exclamó victorioso: Ahí tienen mi último invento: un Robot para cada niño!.
Como los chicos los soñaron, así eran sus muñecos mecánicos. Y hasta venían con nombres. El de Robertino se llamaba Angeluno y el de Pepi, Custodieta.
Angeluno tenía el cuerpo de metal con el pecho lleno de controles y luces de colores, la cabezota con unos ojos de bueno, que daba encanto y gorra de astronauta. De piernas no estaba mal, a no ser que parecía que los zapatos le quedaban algo chicos, porque mezquinaba los juanetes al caminar. La Robot-muñeca de Pepi, era algo así como una mujercita de lata. De su redonda
cabecita salían tirabuzones de alambre dorado, asomados coquetamente de su capotita brillante, el pecho lleno de botoncitos, una pollera plisada de aluminio, completando su atuendo unos primorosos zapatos de tacos altos, con los que se sostenía en un frágil equilibrio. Además, cuando descubrió un espejo, se acomodó los tirabuzones.
Tío Pancho enseñó a los chicos a manipular botones y luces, de modo que al rato, ya estaban muñecos y chicos por la cocina, sentándose, parándose, cumpliendo órdenes, secando platos, trayendo la pala de la basura. ¡Aquello era de nunca acabar!. Pepi pensó que Custodieta la salvaría de muchos trabajitos que le encargaba su mamá y Robertino calculó que si lo aprendía a manejar a conciencia a Angeluno, se lo llevaría en secreto al comedor y le haría hacer hasta los deberes. ¡Esta vez sí que se había portado tío Pancho con los regalos!.-¡Cómo no lo iban a querer hasta el cielo a su tío sabio!.
La mamá no estaba muy segura de los beneficios del invento, pues meneaba la cabeza a uno y otro lado cuando las novedades de las evoluciones la ponían en guardia. Picheta daba vueltas alrededor de los muñecos y tanto los olió que se le acabaron todos los sssnnifs que tenía en la nariz. Como tenían olor a máquina de coser y a lata, no sospechó que por ahí hubieran andado gatos. Si no, el barullo hubiera sido peor.
Cuando llegó el papá de los chicos del trabajo, éstos ya habían aprendido el mecanismo de los robots, así que no bien abrió la puerta vió a su familia aumentada, en la que reinaba gran actividad.
El tío Pancho estaba radiante, sentado en su sillita baja, contemplando el ir y venir de sus pergeños.
Picheta, algo amoscada por no ser el centro del mundo como siempre, se buscó su cobija y se durmió debajo de la mesa. Los chicos no la acababan detallando las maravillas del invento. Aquella noche casi no se cenó tal era la exitación de grandes y chicos. De sobremesa no se habló más que de inventos y tío Pancho se ponía y sacaba sus anteojos con gran aceleración, pues pasaba de un humor a otro, tal como fuera el  comportamiento de sus pergeños. Cuando por fin papá y mamá claudicaron y se fueron a dormir, el inventor dispuso mandar a todo el mundo a la cama pues mañana habría que sacar los muñecos a la calle y darles las instrucciones, para que cuidaran a los niños en el mundo exterior.
Esa noche, los chicos tuvieron sueños delirantes, el tío se durmió como un santo. Picheta tuvo pesadillas. Papá y mamá se durmieron como troncos, tan cansados quedaron. Al despertar, el nuevo día encontró a papá con los zapatos lustrados, la radio justo en el informativo, el mate espumoso en la mesa de luz. Mamá se sorprendió cuando fue a sacar la basura a la calle. Ya estaba; falda planchada, el café delicioso humeando en las tazas, flores frescas en los floreros. Angeluno y Custodieta trajinaban como eficaces valets.
Tío Pancho leía el diario con los lentes de estar enojado. Estaba metido en la lectura del alza del costo de la vida y las internas políticas. Realmente lo tenían "finito". Cuando fueron las siete de la mañana, los robots la emprendieron con los chicos: los levantaron zumbando de la cama, les lavaron el cuello y las orejas con viruta y detergente, los vistieron, les zamparon el desayuno y allá salieron para la escuela, con tío Pancho adelante y la perra por detrás. La gente se amontonaba, los chicos en la calle gritaban cosas... los lecheros volcaban la leche y los vigilantes enredaban el tránsito. Todos los perros del vecindario se escondieron en sus ruchas, sólo Picheta seguía muy ufana, muy nariz levantada y con la cola hecha un rulo.
Cuando tío Pancho le presentó a la maestra sus muñecos, la señorita se sentó en la silla junto al escritorio pálida y temblorosa. Sólo farfulló órdenes como ésta: -"Borren los bancos y siéntense en los pizarrones". Las cuatro horas siguientes no mejoraron las actividades, pese a sus pedagógicas iniciativas.
Terminadas las clases del día, los compañeros de los chicos, no bien arribaron a sus casas, entraron a reclamar, a sus respectivos padres, muñecos robots que los acompañaran y ayudaran en sus tareas. Hubo llantos, rezongos y líos a granel en todas las casas. Cada niño emprendió la búsqueda afanosa de tíos sabios y célebres en todos los árboles genealógicos de cada familia.
Robertino y Pepi, reventaban de satisfacción por la roncha causada y la envidia despertada.
Al atardecer, tío Pancho llevó a chicos, muñecos y perra al parque. Allí la cosa fue más divertida aún: Los robots jugaron a todos los juegos, ayudaron a los niños a sacarse la arena de los zapatos, dieron vueltas a la calesita y siempre sacaron la sortija. Corrían a comprar caramelos y cuando los kiosqueros los querían madrugar con los vueltos, se les prendían las luces rojas y ¡uiuiuiui! sacaban cuentas imposibles de cuestionar. De modo que ahí nomás se venían de vuelta, con el vuelto conecto más chocolatines de yapa, que eran la delicia de Picheta. A la nochecita, todos volvieron a casa, cansados y contentos.
Los robots la emprendieron sin misericordia con la limpieza de los chicos. Los metieron en la bañera y los fregaron con polvo limpiador. No hubo gritos ni llantos que valieran. Picheta miraba todo y se reía con todo el hocico. Hasta que Angeluno la vió y la metió en el la varropas. Luego de una batida infernal, la pena pudo escapar del mar de espuma. Entonces sobrevino el caos. La perra se enredaba entre las piernas de los muñecos y el detergente hizo el resto: resbalaban y caían, se levantaban y vuelta al suelo... ¡ plam! ¡plam!. De la ventana del baño salían cantidades astronómicas de pompas de jabón. Cuando entró mamá para comprobar el desastre, los robots prendían intermitentemente sus lucecitas rojas, señal de que estaban furiosos. Por el piso nadaban talcos, jabones, cepillos y peines. Aquello era el fin. Vino tío Pancho y resolvió el entuerto tocando el último botón. En un santiamén, arreglaron el desbarajuste y se llevaron a los niños al comedor a hacer los deberes. Angeluno que demostraba ser el más intelectual la emprendió con sumas y restas para Robertino, y el ma-me-mi-mo-mu para Pepi. Una hoja de cada deber y si no, se prendían las luces rojas.
Custodieta se quedó a ordenar el baño. Era la hora de cenar y la robot no aparecía a ayudar en la cocina. Pepi fue a espiar en qué andaba. Vió a Custodieta mirándose al espejo, pintándose la bocaza de buzón con el lápiz labial de mamá. Además se había colocado las pestañas postizas y dado un "toque de mirada profunda" con la sombra de párpados. Sobre la pollerita se había puesto una larga pollera que mamá tenía para las grandes ocasiones. Cuando la nena llegó a contar descubrimiento, Custodieta ya hacía su entrada triunfal en la cocina, ante la consternación de la familia.
Durante la cena los chicos estuvieron hoscos y se pusieron a buscarles los defectos a los inventos. Papá y mamá no dijeron palabra. Tío Pancho estuvo distraído como nunca. Se fue a dormir temprano alegando estar en nuevos cálculos. Los chicos libres de las miradas del inventor, se armaron de destornilladores que sacaron de la valija verde y se pusieron a anular los botones de "limpieza corporal". Eso sí, los que ajustaron muy bien fueron los concernientes a "hacer deberes". Los muñecos obedientes, ahí nomás se abstrajeron en borronear y copiar, sumar y restar deberes y más deberes. Vino Picheta a tocar los botones de "buscar chocolatines" sin ton ni son. Aquello volvió a ser el caos.
El padre, un tanto amostazado por los acontecimientos del día, perdió los estribos comentando airado: ¡La culpa la tienen estos chicos que se han puesto tremendos! ¡Creo que les hace falta una paliza!. Pero como él nunca había tomado esas medidas disciplinarias, les ordenó a los muñecos que ajustaran esas cuentas con sus retoños. De modo que tronó: - ¡Que les den unos chirlos bien dados a mis hijos!. Los robots se miraron mutuamente en busca de orientación. Luego se quedaron pensando y por fin se les prendió la lucecita verde de "vía libre". No obedecieron la orden por más que el dueño de casa les estudió y apretó todos los botones. Botón de "palizas" no había. El tío Pancho no había previsto la eventualidad. Así que se quedaron sentados y quietecitos como dos ángeles.
Robertino y Pepi, que espiaban por la puerta entreabierta, se tomaron de las manos y estuvieron de acuerdo al afirmar: ¡Cómo no querelo hasta el cielo a tío Pancho!.-


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