lunes, 1 de noviembre de 2010

LOS INVENTOS DEL TIO PANCHO



Por Susana Dillon


Robertino tenía un tío que inventaba cosas, ¿qué cosas?... Bueno: infinitos y variados mecanismos, de aplicaciones varias. Desde cocinas que guisaban de acuerdo al horóscopo chino, a radios que amasaban tallarines y lavarropas que lavaban al son del cha-cha-chá.
El tío de Robertino era un genio, pero en lugar de llamarse Albert u Otto, el tío éste se llamaba Pancho y era el más pancho de los tíos.
Aparte de sus gloriosos inventos, era un hombrecillo muy particular: olvidadizo, como todo sabio que se respete y muy risueño, como todo tío que se hace querer. Además, como el oculista le había recetado anteojos, él los llevaba al por mayor en los bolsillos, de modo que tenía anteojos para ver de lejos, anteojos para ver de cerca, anteojos para el sol, anteojos para la sombra, anteojos para días de lluvia, con limpiaparabrisas, anteojos para cuando estaba enojado y anteojos para mirar a las chicas. ¡Sí! porque le gustaba muchísimo mirar a las chicas y decirles:-¡Qué lindas son las chicas con la cara lavada!. Ahora que si se le presentaba una muy pintarrajeada, le decía sin más ni más: -No me gustan las payasas. Entonces se ponía los lentes de estar enojado, se sentaba en su sillita y se quedaba quieto hasta que se le pasaba y se ponía contento, que, vamos a hacer justicia, era como le gustaba estar más tiempo.
El tío Pancho caía de visita a casa de sus sobrinos, dos veces al año. Y se quedaba hasta que se le daba la gana. Siempre que los niños no lo hicieran renegar.
Para un 25 de mayo cayó el tío con dos extraños paquetes ¡Regalos para sus sobrinos, fiesta para todos!.

Cuando los dos niños lo vieron aparecer con los dos grandes paquetes y con su sombrero "rancho", porque usaba el rancho hasta en invierno, por más que se habían pasado de moda desde hacía sesenta años, además de su pesada valija verde, llena de extrañas herramientas, se pusieron a saltar de alegría. ¡ Vino tío Pancho!, gritaban los chicos. ¡Guauuuuuu! ladraba Picheta (vino tío Pancho), porque era tan especial este tío que alcanzaba para la perra también.
Picheta husmeó los paquetes y sssnif...sssniff: aquí nos vamos a divertir, vaticinó.
La mamá de los chicos, después de saludar cariñosamente a su hermano, le cebó tres mates, como rezaba el régimen del sabio. Los chicos andaban dando vueltas, a ver si al fin se producía la orden de abrir los fantásticos paquetes, pero el visitante se explayó en las peripecias del viaje al tiempo que acomodaba con toda parsimonia los anteojos en los cuatro bolsillos de la camisa. Por fin ordenó: Queridos sobrinos, abran las cajas: la azul para Robertino, la roja para Pepi, que así se llamaba la nena retacona y mimada. Picheta no sabía a quién ayudar.
Los dos infantes se tiraron al suelo y con saña se dieron a la tarea de romper hilos y sacar papeles. Más papeles e hilos encontraban, más frenéticos se ponían. La perra gruñía, husmeaba y ladraba. Corría de uno al otro paquete y pedía permiso para hacer pis a cada rato, de los nervios ¡era un lío!. Cuando cayó el último papel cada niño dijo ¡Oh! y la perra hizo grrrrrf..arf-arf, que en lenguaje perruno quiere decir: este asunto va a traer cola.
El tío al ver la cara de sus sobrinos exclamó victorioso: Ahí tienen mi último invento: un Robot para cada niño!.
Como los chicos los soñaron, así eran sus muñecos mecánicos. Y hasta venían con nombres. El de Robertino se llamaba Angeluno y el de Pepi, Custodieta.
Angeluno tenía el cuerpo de metal con el pecho lleno de controles y luces de colores, la cabezota con unos ojos de bueno, que daba encanto y gorra de astronauta. De piernas no estaba mal, a no ser que parecía que los zapatos le quedaban algo chicos, porque mezquinaba los juanetes al caminar. La Robot-muñeca de Pepi, era algo así como una mujercita de lata. De su redonda
cabecita salían tirabuzones de alambre dorado, asomados coquetamente de su capotita brillante, el pecho lleno de botoncitos, una pollera plisada de aluminio, completando su atuendo unos primorosos zapatos de tacos altos, con los que se sostenía en un frágil equilibrio. Además, cuando descubrió un espejo, se acomodó los tirabuzones.
Tío Pancho enseñó a los chicos a manipular botones y luces, de modo que al rato, ya estaban muñecos y chicos por la cocina, sentándose, parándose, cumpliendo órdenes, secando platos, trayendo la pala de la basura. ¡Aquello era de nunca acabar!. Pepi pensó que Custodieta la salvaría de muchos trabajitos que le encargaba su mamá y Robertino calculó que si lo aprendía a manejar a conciencia a Angeluno, se lo llevaría en secreto al comedor y le haría hacer hasta los deberes. ¡Esta vez sí que se había portado tío Pancho con los regalos!.-¡Cómo no lo iban a querer hasta el cielo a su tío sabio!.
La mamá no estaba muy segura de los beneficios del invento, pues meneaba la cabeza a uno y otro lado cuando las novedades de las evoluciones la ponían en guardia. Picheta daba vueltas alrededor de los muñecos y tanto los olió que se le acabaron todos los sssnnifs que tenía en la nariz. Como tenían olor a máquina de coser y a lata, no sospechó que por ahí hubieran andado gatos. Si no, el barullo hubiera sido peor.
Cuando llegó el papá de los chicos del trabajo, éstos ya habían aprendido el mecanismo de los robots, así que no bien abrió la puerta vió a su familia aumentada, en la que reinaba gran actividad.
El tío Pancho estaba radiante, sentado en su sillita baja, contemplando el ir y venir de sus pergeños.
Picheta, algo amoscada por no ser el centro del mundo como siempre, se buscó su cobija y se durmió debajo de la mesa. Los chicos no la acababan detallando las maravillas del invento. Aquella noche casi no se cenó tal era la exitación de grandes y chicos. De sobremesa no se habló más que de inventos y tío Pancho se ponía y sacaba sus anteojos con gran aceleración, pues pasaba de un humor a otro, tal como fuera el  comportamiento de sus pergeños. Cuando por fin papá y mamá claudicaron y se fueron a dormir, el inventor dispuso mandar a todo el mundo a la cama pues mañana habría que sacar los muñecos a la calle y darles las instrucciones, para que cuidaran a los niños en el mundo exterior.
Esa noche, los chicos tuvieron sueños delirantes, el tío se durmió como un santo. Picheta tuvo pesadillas. Papá y mamá se durmieron como troncos, tan cansados quedaron. Al despertar, el nuevo día encontró a papá con los zapatos lustrados, la radio justo en el informativo, el mate espumoso en la mesa de luz. Mamá se sorprendió cuando fue a sacar la basura a la calle. Ya estaba; falda planchada, el café delicioso humeando en las tazas, flores frescas en los floreros. Angeluno y Custodieta trajinaban como eficaces valets.
Tío Pancho leía el diario con los lentes de estar enojado. Estaba metido en la lectura del alza del costo de la vida y las internas políticas. Realmente lo tenían "finito". Cuando fueron las siete de la mañana, los robots la emprendieron con los chicos: los levantaron zumbando de la cama, les lavaron el cuello y las orejas con viruta y detergente, los vistieron, les zamparon el desayuno y allá salieron para la escuela, con tío Pancho adelante y la perra por detrás. La gente se amontonaba, los chicos en la calle gritaban cosas... los lecheros volcaban la leche y los vigilantes enredaban el tránsito. Todos los perros del vecindario se escondieron en sus ruchas, sólo Picheta seguía muy ufana, muy nariz levantada y con la cola hecha un rulo.
Cuando tío Pancho le presentó a la maestra sus muñecos, la señorita se sentó en la silla junto al escritorio pálida y temblorosa. Sólo farfulló órdenes como ésta: -"Borren los bancos y siéntense en los pizarrones". Las cuatro horas siguientes no mejoraron las actividades, pese a sus pedagógicas iniciativas.
Terminadas las clases del día, los compañeros de los chicos, no bien arribaron a sus casas, entraron a reclamar, a sus respectivos padres, muñecos robots que los acompañaran y ayudaran en sus tareas. Hubo llantos, rezongos y líos a granel en todas las casas. Cada niño emprendió la búsqueda afanosa de tíos sabios y célebres en todos los árboles genealógicos de cada familia.
Robertino y Pepi, reventaban de satisfacción por la roncha causada y la envidia despertada.
Al atardecer, tío Pancho llevó a chicos, muñecos y perra al parque. Allí la cosa fue más divertida aún: Los robots jugaron a todos los juegos, ayudaron a los niños a sacarse la arena de los zapatos, dieron vueltas a la calesita y siempre sacaron la sortija. Corrían a comprar caramelos y cuando los kiosqueros los querían madrugar con los vueltos, se les prendían las luces rojas y ¡uiuiuiui! sacaban cuentas imposibles de cuestionar. De modo que ahí nomás se venían de vuelta, con el vuelto conecto más chocolatines de yapa, que eran la delicia de Picheta. A la nochecita, todos volvieron a casa, cansados y contentos.
Los robots la emprendieron sin misericordia con la limpieza de los chicos. Los metieron en la bañera y los fregaron con polvo limpiador. No hubo gritos ni llantos que valieran. Picheta miraba todo y se reía con todo el hocico. Hasta que Angeluno la vió y la metió en el la varropas. Luego de una batida infernal, la pena pudo escapar del mar de espuma. Entonces sobrevino el caos. La perra se enredaba entre las piernas de los muñecos y el detergente hizo el resto: resbalaban y caían, se levantaban y vuelta al suelo... ¡ plam! ¡plam!. De la ventana del baño salían cantidades astronómicas de pompas de jabón. Cuando entró mamá para comprobar el desastre, los robots prendían intermitentemente sus lucecitas rojas, señal de que estaban furiosos. Por el piso nadaban talcos, jabones, cepillos y peines. Aquello era el fin. Vino tío Pancho y resolvió el entuerto tocando el último botón. En un santiamén, arreglaron el desbarajuste y se llevaron a los niños al comedor a hacer los deberes. Angeluno que demostraba ser el más intelectual la emprendió con sumas y restas para Robertino, y el ma-me-mi-mo-mu para Pepi. Una hoja de cada deber y si no, se prendían las luces rojas.
Custodieta se quedó a ordenar el baño. Era la hora de cenar y la robot no aparecía a ayudar en la cocina. Pepi fue a espiar en qué andaba. Vió a Custodieta mirándose al espejo, pintándose la bocaza de buzón con el lápiz labial de mamá. Además se había colocado las pestañas postizas y dado un "toque de mirada profunda" con la sombra de párpados. Sobre la pollerita se había puesto una larga pollera que mamá tenía para las grandes ocasiones. Cuando la nena llegó a contar descubrimiento, Custodieta ya hacía su entrada triunfal en la cocina, ante la consternación de la familia.
Durante la cena los chicos estuvieron hoscos y se pusieron a buscarles los defectos a los inventos. Papá y mamá no dijeron palabra. Tío Pancho estuvo distraído como nunca. Se fue a dormir temprano alegando estar en nuevos cálculos. Los chicos libres de las miradas del inventor, se armaron de destornilladores que sacaron de la valija verde y se pusieron a anular los botones de "limpieza corporal". Eso sí, los que ajustaron muy bien fueron los concernientes a "hacer deberes". Los muñecos obedientes, ahí nomás se abstrajeron en borronear y copiar, sumar y restar deberes y más deberes. Vino Picheta a tocar los botones de "buscar chocolatines" sin ton ni son. Aquello volvió a ser el caos.
El padre, un tanto amostazado por los acontecimientos del día, perdió los estribos comentando airado: ¡La culpa la tienen estos chicos que se han puesto tremendos! ¡Creo que les hace falta una paliza!. Pero como él nunca había tomado esas medidas disciplinarias, les ordenó a los muñecos que ajustaran esas cuentas con sus retoños. De modo que tronó: - ¡Que les den unos chirlos bien dados a mis hijos!. Los robots se miraron mutuamente en busca de orientación. Luego se quedaron pensando y por fin se les prendió la lucecita verde de "vía libre". No obedecieron la orden por más que el dueño de casa les estudió y apretó todos los botones. Botón de "palizas" no había. El tío Pancho no había previsto la eventualidad. Así que se quedaron sentados y quietecitos como dos ángeles.
Robertino y Pepi, que espiaban por la puerta entreabierta, se tomaron de las manos y estuvieron de acuerdo al afirmar: ¡Cómo no querelo hasta el cielo a tío Pancho!.-


sábado, 9 de octubre de 2010

El Quique y la lechuza


Por Susana Dillon

Tlec... tlec... tlec... suena la caja de madera de Quique con sus lápices. Tamborilean a medida que marca su carrera: el negro, el rojo, el amarillo y azul, también están la goma, un cuaderno de diez hojas y un pedazo de regla. Eso es todo lo que Quique atesora en su cartera.


El niño hace el potrillo, así al trotecito llegará a la escuela.


Su escuela está en la esquina de cuatro caminos, es una escuela rural, con todos los grados y una sola maestra. De su casa a la escuela está en cuatro carreritas, como cualquiera sabe, la escuela le queda cerca y Quique es el primer año que asiste. Ya sabe las primeras oraciones: Ese es mi oso. Mamá me mima. ¿Asa el seso Susa? y cuenta, cuenta un montón, pero escribe, suma y resta hasta diez... y ayer cayó la primera helada. Porque hay que saber que en el campo, todo tiempo se mide por los acontecimientos del ciclo rural. Así se dice: -Se casaron para la siembra, nació cuando la cosecha, murió cuando fumigaban, se fueron con la quema del rastrojo. Su maestra le dice a su mamá que va muy bien, y si ella lo dice así será nomás.


Mientras trota al son de la caja, va pensando... y el viento de mayo le revuelve la mata rubia de chico gringo, le colorea las mejillas y la ñata... y le hace lagrimear los ojos azules... va pensando... -Hoy no le llevo flores a la maestra- ¡También, con la helada!. -No le quedó ni una a mamá. Pero a la maestra le gustan las flores del camino y ella se pone en la solapa del delantal las verbenas o las portulacas como copitas que le lleva Leandro, el único morocho de la escuela, el hijo del domador de la estancia próxima, sí el Leandro, el pelo negro, el chico ése que viene con bombachas batarazas y faja negra, como el padre... Porque a esta escuela van todos los hijos de la colonia y son todos gringos. Y así le dicen en el pueblo: "La escuela de los gringos", cosa de la gente del pueblo, nomás... Sí, el Leandro le lleva flores que crecen a la orilla del camino porque en el puesto no hay jardín, y ella se las pone en el pecho... y cómo le sonríe y le dice: Gracias, Leandro, éstas son las más bonitas. ¡Que dichoso el Leandro! ¿Dónde las encontrará?. Al Leandro le acaricia la cabeza cuando pasa a dar la lectura y cuando termina le dice -"Ya no vienen gauchitos como éste". Huy... ¡me da una envidia...!


Quique mira las orillas del camino, a diestra y siniestra, acá también la helada ha hecho de las suyas. ¡Se han helado las verbenas, las copitas, rojas, los pañuelitos...! Revuelve las matas de trébol... nada... nada. Una angustia se le atornilla en el pecho y le hormiguea en la garganta y los ojos. Si tan siquiera le pudiera llevar un pañuelito para decirle:


-Señorita, cuando yo era chico, encontré una abeja en un pañuelito cerrado, lo abrí, y me picó.-


Entonces ella le contestaría: -Pero es claro, Quique, la abeja estaba muy feliz durmiendo en el pañuelito, que sería como dormir en sábanas de seda perfumada... y vos la sacaste de su lindo sueño.- Sí, porque esas eran las cosas que tenía la maestra, ella siempre sabía lo que pensaban las abejas, y los perros y los caballos y todos los bichos del monte. ¿Cómo hará para saberlo?.-


Tlec... tlec.. tlec... sigue febril la búsqueda... ahí entre los cardos, una planta de pañuelitos. Febril revisa la mata negra por la helada. Aquí encuentra uno, trágicamente muerto de frío. Lo arranca, plancha con sus dedos rosados los pétalos gualdos, definitivamente ajados. ¡No sirve, no sirve!.¡Todos helados, todos helados!.¿Qué le llevaré entonces?.


Ya no corre, el paso es tardo. Falta poco para llegar. La bandera está en el mástil. Quiere decir que ella ya vino. Porque ella viene desde la estancia donde "para" y levanta la bandera (la escuela no tiene campana, la bandera es quien los llama), entonces todos saben, mirando la loma, que ya es la hora y que vamos a clase.


A Quique casi se le hacen pucheros. Las chicas seguro que le llevarían cosas: una manzana, o pan casero, o habrán salvado alguna flor de maceta. Esas chicas siempre tienen algo... y son tan zalameras...! -Yo les tengo una rabia a las chicas...se dice. Siempre pellizcándole los cachetes y diciéndole -¡Qué rico! y lo acosan como si él fuera un nene de cuna y ellas señoronas.


Ya pasa por la alcantarilla donde la lechuza tiene su nido. Todos los días la ve echada en su agujero: está clueca. Ahora la lechuza da un vuelo hasta el poste del alambrado y grita escandalosamente.


-Aja ¡una novedad! -advierte el chico. Algo amarillo se mueve en la cueva- ¿A ver?.Pichones y ¡qué bonitos! -Plumón claro, esponjoso y tibio. Una fiesta para los ojos y para las manos. Ya no lo piensa más. Sí, un pichón para ella, ya que no hay flores.


Como un gato se arroja al agujero, tira la cartera, se arranca la gorra que siempre ambula entre la cartera, el bolsillo y un poco en la cabeza y manotea el pichón. Arrobado lo mira: -¡Qué cara tiene! ¡Qué pico!.


Junta su cartera, su gorra y su pichón y sale como el viento. Tlec... tlec... tlec... jadeante llega.


-¿Qué le pasa a Quique que llega a esa velocidad? -preguntan los compañeros.


-¿De dónde viene con el guardapolvo tan sucio?.-


-A este chico lo corrió el diablo!!!.- Son apreciaciones que quedan sin respuesta.


Ella levanta las cejas, apuntando el asombro.-¿Qué pasa?.-


El chico no tiene voz. Es puro ojos. Sólo tiende sus manos cerradas como un cofre y le ofrece a su maestra el tesoro de su piratería.


-¿Qué es?- pregunta ella junto al oído del niño. El corazón de Quique le retumba, le va a reventar. Aproxima sus manos junto al oído de su maestra y susurra: -Sienta.-


-¿Un caracol?-


-¡No! -Coloca el pichón junto a la mejilla de ella y dice picarísimo -¡Adivine!


Ella descubre el pompón amarillo y tibio que tiembla.


-¡Quique! ¡Un lechucito! ¿Porqué un lechucito?.- El niño comienza a retroceder ante el asombro de ella. Remueve con la punta de la zapatilla la tierra del patio y ella otra vez -¿Porqué Quique?.


Al chico se le pone amarga la saliva.-Porque no había flores señorita... Entonces la mano de ella va de la cabeza del niño al pichón y regresa a recorrer el mismo y amoroso trayecto. El la mira a los ojos y los de ella brillan... brillan. El silencio los ahoga de puro pesado.


Por fin ella susurra -¡Qué bonito, pero qué bonito! y Quique se derrite.



Pero ya vienen las chicas, les vuelan los moños y las trenzas, como las gaviotas vuelan tras el arado.-¡Uf! Ya están aquí esas hinchonas- piensa el chico.


-¡Señorita, mire que traerle un lechuzón!.-dice Piera.


-¡Señorita, se lo sacó a la madre!- afirma Lucía.


-¡Señorita, qué hereje se está poniendo!- dramatiza Ana.


-¡Aja! ¿Así que ahora es un robanidos? -acusa Asunta.- Ya sabía Quique que las chicas siempre lo estropean todo.


-¡Que se lo devuelva a la lechuza!


-¡Se le va a morir, pobre bicho!. Ahora también llegan los chicos.


Quique está aterrado. Con todos en contra, qué hará?.- Pero ella le sonríe... le sonríe, con una lucecita en los ojos. Por fin ordena: Ahora vamos a clase. Mientras prepara las tareas grado por grado, arma una canuta al pichón con su pañuelo y una bufanda que siempre anda rodando por el grado. Después lo mete en el cajoncito de las tizas. Quique vuela. No sabe de qué se trata lo que se está enseñando ni mira al pizarrón, ni escucha palabra que le aproveche. Está en otra cosa. Sus ojazos azules van del cajoncito hasta ella y de ella al cajoncito. En la Luna.


Por fin llega el recreo, todos salen menos las chicas.


-¿Qué va a hacer señorita con el pobre bicho?.-


-¿Se lo lleva a su casa?.-


-¡También, la ocurrencia de ese chico!- tercian corrosivas. Y otra vez la tortura.


Pero ella manda a todo el mundo al recreo o a regar las plantas y se quedan solos en el aula.-


-¿No te parece que está muy chiquito para que lo criemos nosotros?.-


-Además esta noche va a hacer frío o tal vez extrañe a su mamá.¿Qué te parece?.-


Quique se mira la punta de las zapatillas y otra vez escribe con el dedo extraños signos en el piso. Nada contesta.-


-Quique, si vos no decís otra cosa: -¿Se lo llevamos a doña Lechuza?.-


El niño manotea la caja de tizas y se prende con la otra a la mano de su maestra. Está decidido: ¡vamos!. -Allá van los dos a paso vivo con el pichón en la gorra.


Los chicos mayores interrumpen la picadita en el potrero para verlos pasar. Atrás van las chicas, haciendo volar sus trenzas y sus moños, como vuelan las gaviotas. Todos mueven solemnemente las cabezas a uno y otro lado sentenciando: ¡Son las cosas del Quique!.-Y los más grandes: ¡Qué lo tiró al Quique!.-


En la cueva, la lechuza representa una auténtica tragedia de madre ultrajada. Los chillidos son para conmover hasta un cerro.


El chico saca el pichón de la gorra, se lo pasa por las mejillas, lo acaricia con los labios y se lo alcanza a ella. Ella lo besa y le dice: -Hágase grande, niño Lechucito, para que coma muchas lauchas y bichos dañinos del campo, como será su oficio.- Otra vez a la mano del niño y de allí a la cueva.


Ahora todo el mundo de vuelta a la escuela. Adelante va Quique haciendo el potrillo, atrás las chicas saltando y cantando. Volando sus moños de alas. Atrás va la maestra pensando que tal vez la lechuza asuste al rapaz cuando pase mañana por la cueva.


Todo en orden, entremos a clase.-


Cuando al otro día la maestra le pregunta a Quique si hizo las paces con doña Lechuza, él, muy orondo le sale con ésto: -Cuande pasé por la casa de doña Lechuza, salió y no me dijo nada, nada.-


-¿Ah, no?.-


-No, somos amigos, me hizo así de arriba del poste.-Y Quique haciendo un enorme esfuerzo facial, con cara y ojos, guiña el derecho a su maestra.-


-¿Te guiñó un ojo?.-y ella estalla de risa, mientras le besa el copete.


Las chicas que espían tras la ventana, con gran solemnidad pontifican: -¡Arriba de mandarse una "cantada" todavía lo besan!.-


En el pentagrama del alambrado, los tordos, como negras y corcheas, cerrando el concierto de la tarde,... replican en coro a la maestra. El gozo se les escapa por el pico.

domingo, 3 de octubre de 2010

APRENDIZ DE MAGO (Adaptación del cuento tradicional)



Por Susana Dillon


En la más alta torre del castillo vivía un mago, muy, pero muy mago que hacía maravillas con sus encantos, sus palabras mágicas, su gran bonete tapizado de estrellas y las pócimas que cocinaba en la retortas de su laboratorio. Allí barbotaban filtros y elixires para curar dolores y amores.
Para que lo ayudara en sus menesteres, había empleado a un muchachito muy avispado, pero que le mezquinaba el cuerpo al trabajo.
Un día en que la torre no lucia muy limpia que digamos, le dijo al aprendiz: - A ver, muchacho si le das una baldeada a este piso y a las escaleras. Acá tienes la escoba.-
El muchachito se puso manos a la obra,  pero bien pronto se cansó. Se sentó en los escalones poniéndose a pensar- Qué tanto trabajo, esto es indigno de mi.- Y ahí nomás se le ocurrió una idea.-Voy a encantar a la escoba para que ella sola haga el trabajo. ¡De algo me tiene que servir la magia! -frenético se puso a buscar la fórmula en los libros de encantamientos, dale que dale hasta que la encontró.
Abra cadabra-pata-de-cabra-sin-salamín-que-se-lave-el-piso-en-un-momentín le ordenó a la escoba.
A la escoba le brotaron dos bracitos con los que empuñó dos baldes con lo que iba y venía de la fuente dando baldazos a diestra y siniestra.
En poco tiempo todo estaba inundado y la escoba no  paraba con el baldeo. Ya el agua amenazaba llevarse mesas y muebles, libros y retortas. Se había olvidado de averiguar cuáles eran las magias para parar el diluvio
-¡Basta, basta-sin-salamín-que-esto-es-el-final- gritaba el chico desesperado al no encontrar la solución. La escoba encantada no paraba de sacar agua y baldear.
En ésas apareció el gran mago diciendo las palabras oportunas que él solo
sabía. De inmediato la escoba se detuvo y se escurrieron los pisos.
Muchacho, para aprender las cosas de la sabiduría y de la magia, debes entender, como primera lección, que no hay trabajo poco digno por humilde que sea. No te enseñaré a desencantar escobas hasta que aprendas el valor de la dignidad del trabajo.
De allí en adelante el aprendiz de mago lavó pisos y más pisos, barrió patios, torres, salones, caballerizas, calles y puentes. Lo hizo a conciencia y con gusto, prolijo y constante. Por fin el gran mago,  viendo que su alumno había aprendido lo que era barrer con dignidad, le enseñó a desencantar escobas!!!